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lunes, 24 de septiembre de 2012

SERGIO MARAVILLA MARTINEZ

Se fue del país en 2002, como tantos argentinos, empujado por la crisis, sin un peso pero lleno de esperanzas, y recaló en Madrid para perseguir su sueño. Una década después, a puro esfuerzo, se transformó en uno de los mejores boxeadores del planeta. Su inolvidable triunfo contra Chávez, en Las Vegas, terminó de consagrarlo. Aquí, la increíble historia de la estrella del momento, un verdadero canto al coraje. ahora, por apenas un segundo, está solo. Y la habitación del gigantesco hotel Wynn, en Las Vegas, le devuelve ese silencio de alfombra mullida, de doble vidrio espejado donde pega el sol del desierto, y allá abajo arde la ciudad del pecado, ya sin excitación ni luces de neón, sin himnos ni aullidos, y los recuerdos se le van agolpando en la cabeza. Está solo Sergio Gabriel Martínez (37, divorciado y sin hijos), solo con su alma inquieta y su filosofía heterodoxa, sin los libros que suele devorar ni la música de Calle 13 que lo inspira; le duele la mano izquierda, su zurda mágica y penetrante, hinchada como una pelota enrojecida; le molesta el cuero cabelludo, sangrante por una herida que le cerraron con un gancho quirúrgico que le hizo ver las estrellas; está solo, sin los aduladores de turno ni los amigos verdaderos, esos que lo apoyaron cuando era, ni más ni menos, un argentino desesperado y sin un mango, boxeador repleto de talento pero desperdiciado, el tipo que se fue a España con un puñado de dólares y tres camisas en la valija, a vivir en pensiones, a bailar en boliches para atraer clientes, a limpiar pisos, a comer en las sedes de Cáritas y a soñar, siempre soñar, con un día tan glorioso como éste. Su viaje fantástico se inició el 9 de febrero de 2002, a las 21.50, boleto de ida a Roma non stop, aquel avión que se tomó para huir de una realidad que le achataba las ilusiones. Llegó a Madrid dos días y medio más tarde, después de combinar trenes y autobuses, furioso porque le habían robado la carpetita con direcciones y no sabía para qué lado rumbear. En la calle, desorientado como un náufrago, acomodó la ropa escasa sobre la vereda y descubrió un papelito en el fondo del bolsillo. Era su única esperanza. “Pablo Sarmiento”, decía, y después un número telefónico. Lo llamó. Sarmiento es un boxeador cordobés afincado en Madrid, con el que nunca había pasado del saludo. Es más: ni siquiera se llevaban muy bien y, en el gimnasio de la Federación Argentina de Box, en Almagro, se miraban de reojo. “¿Me podés dar una mano?”, le dijo Maravilla con un hilo de voz. Ya se le había acabado la plata y pesaba poco más de 60 kilos, de tanto ahorrar en comida. “Venite ya para mi casa”, le contestó el compatriota, y lo recibió con los brazos abiertos. Diez años después, como en una novela, terminaron abrazados sobre el ring del Thomas & Mack Center, celebrando la victoria más festejada del boxeo nacional en mucho tiempo. Martínez le ganó por puntos, en fallo unánime, al mexicano Julio César Chávez (junior) y embolsó mucho más que el millón y medio de dólares que pactó antes del combate. Cerró el círculo de su alocada travesía, que predijo al detalle cuando lo tomaban por loco, y ahora que lo dejaron en paz disfruta cada sorbo de soledad. Y rememora, con una sonrisa tenue... La casita humilde del barrio Malvinas, en Claypole; el secundario abruptamente archivado a los 14; el martillo y el cortafierros, para endurecer las manos y ayudar al viejo, herrero y albañil; sus siete años como monaguillo en la capilla del Instituto Don Orione, donde ayudaba a dar clases de catecismo; el berretín del boxeo, cuando abandonó el fútbol y se dedicó al deporte más duro, el mismo que había practicado su tío. Las peleas locales en Quilmes. El mote de Maravilla cuando aún era amateur. El autoexilio. La fe. El sudor. Las lágrimas. El hambre. La gloria. Vaya viaje. Vaya coraje. 




 REVISTA GENTE.

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