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martes, 24 de febrero de 2009

Mickey Rourke




“Estuve en el infierno. Y ni pienso volver ahí”

Con El luchador, regresa uno de los mejores duros del cine. Nominado al Oscar, sorprende con una actuación genial. Y tras años de drogas, escándalo, películas horribles, golpes a su esposa y hasta una internación en un neuropsiquiátrico, ésta es su redención. Apláudanlo, mientras puedan.

No vamos a esperar a aplaudirlo cuando se muera. Para eso están los retornos. Phillip Andre Rourke Jr., o Mickey, de Schenectady, estado de Nueva York, a sus 56, con su cara hecha como de comida de gato –de esa pegajosa que viene en latas–, que en realidad es botox, está experimentando algo que, quizá, jamás se le ocurrió que le podía ocurrir: reconocimiento por actuar genial.

Ni hot-sexual ni dudoso-amenazante: genial. Todo esto es por El luchador, una película con 6 millones de dólares de presupuesto, un puñado de maníes fritos en la escala hollywoodense. Rourke es Randy The Ram Robinson, un luchador de la tele de los 80s con la gloria gastada, que vive en una casa rodante, vuela y se faja en rings de barrio, se enamora de una stripper y tiene una relación algo lamentable con su hija, que no lo soporta. Y tiene una chance para el retorno. Véanla, véanla y véanla. Rourke deja el cuerpo y la sangre en este film, con sello de calidad Marlon Brando. Por él se llevó un Golden Globe, un premio BAFTA, que no son cosas menores pero tampoco un Oscar. Al Oscar está nominado a Mejor Actor. Compiten con él, Sean Penn, Frank Langella, Brad Pitt, o sea, gente que actúa genial. Pero si existe Dios, o un sentido de justicia en este mundo, ese sobre, este 22 de febrero en el Kodak Theatre en Hollywood, va a decir “Mickey Rourke”. Debería decir “Mickey Rourke”.

DEMASIADO CERCANO. No la tuvo que pensar demasiado: “Es lo más parecido a los últimos quince años de mi vida que me podían proponer”. El director Darren Aronofsky no se equivocaba. No podía ser otro. Mickey Rourke es como una venganza viviente. Un monumento al macho con tatuajes borrosos, que hace quedar como un transformista a cualquier galán. Caer es difícil. Volver no es gratis tampoco. Esto fue sembrar y sembrar. Tras andar de box en los 90s, decidió volver a actuar porque en el ring las cosas eran lamentables. Le dijo que no en 1995 a Butch Coolidge, el boxeador de Pulp Fiction, que a Bruce Willis le salió perfecto. Estuvo en Buffalo 66, de Vincent Gallo. También hizo de gay en Fábrica de animales, de Steve Buscemi. Esto es un poquito más underground. La ciudad del pecado, en 2005, Robert Rodríguez y Frank Miller, como Marv, un justiciero duro con la cara llena de cicatrices. “Volví a amar esto que hago. Volví a amar mi oficio”, dijo hace un tiempo. Toda la vida rota se le ve en la pantalla.

Hoy usa smokin, pañoleta y lentes Armani para la red carpet, para las palmaditas en la espalda de gente que quizá ni le contestaba los mensajes de voz en los años oscuros. Es un honor dudoso, pero es suyo. Ahora vive en paz en Miami, “porque aquí me puedo relajar”, sin mujer visible, con Loki, un mini chihuahua que le hace compañía. Ese honor es suyo, también. Rourke agregó: “Estuve en el infierno. Y ni pienso volver ahí”.

Decíamos que nada sale regalado, o algo así. A mediados de los 50’, Rourke era un chico de pueblo chico, que a los seis tuvo que ver a su papá –fisicoculturista amateur que se llamaba como él– irse para jamás volver. Abandono. Su mamá, Ann, se casó con un policía con cinco hijos, y mudó a todos a Miami. Ahí aprendió lo que es el box. Y no estuvo nada mal. Amateur, después semi-pro, en el gimnasio 5th Street de Miami, el mismo donde empezó un tal Muhammad Ali, Cassius Clay o como se llame. Sesiones de sparring con Luis Rodríguez, campeón welter. En 1971, a los 19, una conclusión. Esto de golpearse duro no rinde. Actuar suena mejor. Le pide 400 dólares a su hermana y se va a estudiar a Nueva York, al Actor’s Studio.

Era perfecto para los ‘80: la década más lavada y plástica del siglo XX necesitaba un antihéroe así. Como James Dean subido a esteroides. Debutó en un papel chiquito en 1941, la primera cosa grande que dirigió Spielberg, en 1979. Pero fue en Body Heat, una peli oscurísima y fascinante de 1981, donde mostró que podía. Rumble Fish, de 1983, fue un clásico instantáneo, con Nicolas Cage, Matt Dillon, Dennis Hopper y dirección de Francis Ford Coppola. Nada de baratijas por el momento. Todo calidad. Las que irían directo a video son cosa posterior. En 1986, Nueve semanas y media, un tifón de aire caliente, con Kim Basinger y Rourke como un yuppie de Wall Street que daba una performance para hacer hervir a las chicas. Era hot. Ahí el mundo se enteró. Un año después, Barfly, como el escritor alcóholico Henry Chinaski. Esa es conmovedora de verdad. Para ese entonces, Rourke se estaba hartando.

Alan Parker, el director de Evita y The Wall, salió a denunciarlo. “Es imposible trabajar con él”, decía. Demasiada cocaína y un poco de asco al show business. “Actuar me aburre horriblemente”. “Los periodistas me sacan de quicio”. “Las actrices son las mujeres más aburridas”. “Soy una prostituta: estoy en esto por el billete”. Y más frases así. Pasa al boxing.

FUNDE A NEGRO. OK, decir “funde a negro” en este tipo de historias es algo trilladísimo. Pero a eso funde. Rourke llega a Buenos Aires en octubre de 1993 para promocionarse un poco a dos años de Orquídea salvaje, una bomba porno soft que en realidad es un bodrio, con Carré Otis, modelo y su mujer por esos días. Había una escena de sexo. Y no era simulada. Es decir, había sexo. Acá pensábamos que recibíamos a un héroe de Hollywood. Cierto. Un héroe, pero que se iba por los caños. Campera y pantalones de cuero, botas leñadoras, un corte de pelo algo atroz.

Lo primero que hizo fue ver a Monzón, “mi ídolo deportivo más grande”, en el penal de Las Flores, en Santa Fe. Se conocían de antes. Hacen guantes, Monzón le da de probar mate. Rourke le dice: “Cuando salgas, sería un honor que manejaras mi gimnasio en Los Angeles”. Noches en Trumps y El Cielo con Poli Armentano de piloto, limousine Cadillac 92 de 110 pesos la hora, suite en el Hyatt que llenó de chicas, mimitos y baile con Carola del Bianco. O sea, el tipo de rutina que, por aquellos años, llevó a decir a Stallone: “Es el tipo más perdido por las mujeres que alguna vez conocí”.

También estuvo en el Living, el gran Living, con Susana. Dijo de ella: “Muy cálida y sensual. Toda una profesional”. Después, Ritmo de la noche, con desafío de boxeo incluido. En este rincón Mickey, en el otro Henry de Ridder y en el medio… Tinelli disfrazado de referí. Rourke de shorts negros. Fue empate. ¿Era necesario? Marlon Brando o James Dean no hacían estas cosas. Rourke jamás peleó una pelea real, de circuito. Seis victorias, dos empates, dos knock outs, contra nadie. Tuvo un bar en Miami, Mickey’s, donde espantaba paparazzi y vendía tacitas y remeras con su nombre. Había una foto de él con Monzón, de la vez en el penal.

Para agosto de 1994, Carré Otis lo había dejado. A ella sí la golpeó un par de veces. Orden de restricción judicial. Hábito de un gramo al día, a veces más, y vodka también. Terminó en un psiquiátrico de Los Angeles, pidiendo sedantes para no volarse la cabeza. Estaba quebrado. Nadie respetable quería trabajar con él. Hoy está de vuelta. Mejor todavía. ¿A quién no le gusta un buen retorno?


Por Fede Fahsbender. Fotos: Fotonoticias, AFP y Distribution C

fuente:revista gente

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